José Inés Cantú aprendió el oficio de carnicero sin maestros, como se aprenden las cosas importantes de la vida. Cuando lo vi por primera vez, su sola presencia era tan imponente que estuve a punto de llamarlo maestro, tal y como lo hacía la empresaria Talina González, quien me llevó a conocerlo.
Nunca le dije maestro. Me detuvo su brusca forma de hacer empatía. Don Inés –como finalmente lo llamé– era una de esas personas que estaban bien con el mundo. Un hombre corpulento y acorazado al que se le notaba que estaba a gusto a sus 87 años de edad. No permitía los ambientes cortesanos a su alrededor.
Incluso, creo que le desagradaba que algunos de sus cercanos le dieran el rimbombante título del Rey de la Arrachera. Pero, aunque le pregunté muchas cosas a lo largo del tiempo en que lo conocí, nunca le pregunté eso exactamente. Ahora es demasiado tarde, porque don Inés murió el 15 de mayo pasado, justo cuando se celebra el Día del Maestro.
Algunos de los grandes hombres de nuestro tiempo viven lejos de los reflectores mediáticos o de los homenajes oficiosos. Se trata de personas que encaran la cotidianidad con una ley fundamental en la cabeza: la ley del esfuerzo. A lo largo de su vida pasan temporadas entre la intemperie y el bullicio. Son hombres que desafían a la muerte con su legado. Si en la literatura Juan Rulfo nos dejó Pedro Páramo, en la gastronomía (que también puede ser un arte) don Inés nos dejó la arrachera.
Contra el cliché que existe fuera de la ciudad, en Monterrey se come muchísima más arrachera que cabrito. Los regiomontanos sabemos que el cabrito es un platillo para los turistas, mientras que la carne asada, en especial la suculenta arrachera, es lo verdaderamente característico de aquí. Sin embargo, algo que poca gente sabe es que el corte de la arrachera se inventó en Nuevo León y que incluso la palabra para nombrar al músculo que separa los pulmones del estómago de la vaca proviene de una comunidad de las afueras de Monterrey, llamada Santa María Pesquería.
Don Inés viajaba en los setenta a Texas para buscar cortes selectos que revendía a los mejores restaurantes de Monterrey como el Louisiana y el Hotel Ancira. En uno de esos viajes descubrió que había un corte de carne menospreciado en Estados Unidos y muy parecido a la llamada fajita, el cual podía registrarse en la aduana como víscera y ser internado a México a un costo mucho menor. El empresario decidió traer a Monterrey ese corte. No podía venderlo a los restaurantes finos y elegantes de la ciudad, pero decidió ofrecerlo en un restaurante popular de su propiedad de nombre El Regio. Cuando estaban haciendo las cartas del menú, le dijo a uno de sus empleados que pusiera el nombre de arrachera.
El empleado escribió extrañado una palabra que nunca había oído. Don Inés había inventado esa palabra, recordando que, de niño en su pueblo, había oído a un tío decirle arracheras a cualquier trozo de carne que se asaba en el fogón. Hoy en día, la palabra arrachera existe lo mismo en Monterrey que en Colombia o Uruguay. Además, está reconocida por la Real Academia de la Lengua Española. Don Inés no sólo inventó uno de los platillos más emblemáticos del noreste de México. Este hombre que trabajó vendiendo periódicos, limpiando zapatos y como carnicero, hasta que finalmente se hizo empresario, también inventó una palabra que posee una hermosa fonética.
En cierto sentido, don Inés resulta ser más literario que muchos escritores que trabajan con el vacío de las palabras. Además de la arrachera, en los ochenta, don Inés tuvo la idea de que su empresa Ponderosa produjera una salchicha especial para ser asada durante las típicas parrilladas de Monterrey. Esa popular salchicha roja y gorda llamada aza es una más de sus aportaciones para la gastronomía norestense. Si a alguien le debe mucho la cultura carnívora regiomontana, es a don Inés.
¿Cómo se formó este genio gastronómico de aspecto sencillo, que conoció a su adorada esposa Minerva en un baile de pueblo en Doctor González? Casimira, la madre de don Inés, quien se tuvo que hacer cargo de sus hermanos y de él desde que tenía siete años, siempre demostró una creatividad heroica para sacar el mejor partido de los alimentos. La familia recién llegada a Monterrey vivía en la colonia Terminal, donde la madre se las ingeniaba para conseguirles comida.
Don Inés me contó la forma en que con un centavo conseguía apaciguarles el hambre por varios días: “A la vuelta de donde vivíamos había un señor llamado don Ricardo Tamez, quien cuando hacía chorizo deshuesaba las piernas de puerco con el cuchillo y luego las tiraba. Mi mamá vio que las piernas llevaban carnita y le dijo a don Ricardo: ‘¿En cuánto me vende una caja de esos huesos?’ ‘A centavo, doña Casimira’, le dijo el señor. Mi mamá le pagó el centavo y llenó la caja de huesos, luego llegó a la casa, puso agua caliente en el cazo de cobre y ya cuando estaba hirviendo, aventó los huesos que había comprado en un centavo. Una media hora después, la carnita que llevaba el hueso ya estaba cocida. Luego sacaba los huesos del cazo y escurría el agua. La carnita se quedaba en la orilla y ahí juntaba un puñito de carne. No nos daba la carne así: la preparaba en tamales, muchos tamales, y durante días comíamos todos con un solo centavo”. Pero Casimira no solamente le enseñó a don Inés el rebuscamiento casi artístico de los alimentos. Sobre todo, le demostró algo que antes caracterizaba a la sociedad regiomontana y que ahora, con el paso del tiempo, se mira con nostalgia: La cultura del esfuerzo, esa lucha diaria a brazo partido.
En otra de las múltiples ocasiones en que me reuní con don Inés antes de que muriera, me contó la primera vez en que salió con su mamá a vender tomate fresadilla por las calles de la colonia Terminal. Ambos iban empujando un carro de dos ruedas, junto con una pequeña báscula de ganchos hasta para 10 kilogramos y una canasta. Don Inés tenía unos ocho años. “Yo le daba al carretón y gritaba: ‘¡Tomate fresadilla a tres centavos el kilo!’. ¡A tres centavos! Recuerdo que iba descalzo y mi mamá me decía: ‘grítale hijito’, pos mamá no iba a gritar: ‘’¡tomate fresadilla a tres centavos kilo!˝, pero yo sí lo hacía. Y así salían las señoras de sus casas y les pesábamos un kilo o dos, y ella cobraba, yo no. Luego decía: “dale pa’ allá hijito’ y allá íbamos… ¿Qué bonito, ¿no? Qué bonito es eso: la realidad de la vida. Hasta me dan ganas de llorar”.
El Malabarista
Aunque él raramente usaba corbata y saco, esta foto se convirtió en la imagen oficial del empresario José Inés Cantú Venegas, a quien entrevisté en varias ocasiones para escribir en el futuro la historia de su vida y de la arrachera. El hombre que inventó la arrachera en los setenta y luego creó restaurantes, carnicerías, hoteles y empacadoras de carne, poseía un gran sentido del humor y de la humildad. Casi siempre me decía: “Yo no soy capitalista, ¡soy malabarista de la vida!”
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